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Colegio de Arquitectos de Mendoza (CAMZA)

Artículo de opinión: “El render, esa primera mentira hermosa”

Luego de la visita al Colegio de Arquitectos de Mendoza (CAMZA) y de su conferencia magistral sobre la Inteligencia Artificial y el anteproyecto arquitectónico, el arquitecto y youtuber, Sergio Manes, nos comparte una reflexión en torno al render y su vida útil en la profesión.

Aquí el artículo de opinión completo, ¡leélo hasta el final!

Uno no sabe bien en qué momento el render se volvió más importante que el plano. Quizás fue cuando alguien dijo “me gusta, ¿cuándo empezamos?”, señalando solo una imagen de un edificio que ni siquiera tenía escala. O quizás fue antes, cuando el render dejó de ser una herramienta para volverse un arma de seducción masiva.

El render no muestra un edificio. Lo sueña. Lo exagera, lo edulcora, lo suspende en una versión higiénica del mundo donde no hay cables colgando, ni vecinos haciendo asado en musculosa del otro lado de la medianera. Es como esas fotos de perfil que no son uno, pero funcionan mejor que uno. El render dice: “así vas a vivir”, y lo dice sin pudores. Lo dice sabiendo que no es cierto del todo, pero que alcanza con que lo parezca.

Y es que a esta altura, todos lo saben. El que paga de su bolsillo, el que invierte para multiplicar, el que desarrolla como quien arma un rompecabezas con edificios: todos eligen o rechazan según lo que esa imagen les hace sentir. No hay planilla de costos ni memoria descriptiva que pueda competir con el escalofrío que da un render bien logrado. Es la primera mentira hermosa del anteproyecto. Y muchas veces, la más convincente.

La procesión eterna de un render tradicional

Renderizar, antes, era como armar una escenografía para una obra que nunca se iba a estrenar. Había que construirlo todo, aunque fuera solo para mostrarlo. Modelar cada línea, aplicar materiales, ubicar luces con precisión de fotógrafo de revista, y después —cuando todo parecía estar en su lugar— prender la máquina y esperar. Esperar mucho… MUCHO!

A veces el render salía. Otras veces no. Otras veces salía mal. A destiempo. A medias. Se colgaba el software, se apagaba la PC, se caía la fe. Mientras tanto, el arquitecto le escribía al renderista por whatsapp: “¿no podés cambiar las sillas y las mesas por estas otras?”, como si eso no significara volver a abrir el archivo, a borrar, a modelar, a poner materiales… a renderizar de nuevo!!!!. Y el renderista, del otro lado, masticaba bronca, ajustaba parámetros, renombraba archivos como si fueran capas de un mantra: “FINAL_ahora_sí_DEFINITIVO_3_FINAL_FINAL_último_2-D”.

La relación entre estudio de arquitectura y renderista era tensa. Cordial, sí. Pero tensa. Como esas parejas que se quieren pero ya no se escuchan. El anteproyecto, mientras tanto, se empantanaba. Porque cada imagen tardaba. Y cada cambio era una miniserie. Porque el render era tan pesado, tan sagrado, que cada modificación era tratada como una herejía. Y así se nos iba el tiempo: entre pruebas, esperas, ajustes, reprocesos. Como una procesión digital que pedía fe, paciencia y CPU.

Lo que vino a cortar el loop

Y un día, sin pedir permiso ni tocar timbre, apareció la inteligencia artificial. No venía con traje ni con discurso. Venía en forma de interfaz, de herramienta rara con nombre medio marciano y apellido “ai”, pero con resultados que dejaban la mandíbula floja. Y lo cambió todo. Así, de un saque. Como cuando aprendés a andar en bicicleta sin rueditas y no hay vuelta atrás. El mundo es tuyo!

Donde antes se necesitaba modelar hasta la cerradura de la alacena para que los gatos no la abran, ahora bastaba una base sencilla, una imagen de referencia, una frase bien escrita. Y la IA entendía. Interpretaba. Dibujaba. Como si te leyera el pensamiento y lo devolviera convertido en imagen, sin transpirar ni una línea de comando.

Hay clientes, y hasta colegas, que no distinguen esa diferencia. Que ven un render y preguntan si “esto va a ser exactamente así”. Y ahí es cuando uno suspira. Porque no, no va a ser exactamente así. Y por suerte que no! Porque todo anteproyecto vive, muta, se ajusta, se contamina de realidad. El render, si se lo toma en serio, es una brújula, no un GPS. Acompaña. No encierra.

Fue como pasar de escribir a máquina a mandar un audio. O de filmar en 16 mm a tener un dron en la mochila. El render ya no era una producción en sí misma. Era parte del flujo. Algo que sucede mientras el anteproyecto todavía se está cocinando. Y esa ligereza, esa inmediatez, desacomodó a más de uno. —y los sigue desacomodando—

Porque lo que antes se vivía como ritual, ahora se volvió acto reflejo. Un clic, una imagen. Otro clic, otra versión. Y lo más increíble es que eran buenas. Muy buenas. Tan buenas que muchos no sabían si alegrarse o empezar a temer.

La velocidad como aliada

El anteproyecto empezó a respirar distinto. Como si alguien abriera una ventana que llevaba años cerrada. Ya no había que esperar semanas para ver una idea traducida en imagen. Ahora, con un par de clics y algo de intuición, la idea se dejaba ver. Se volvía imagen. Casi de inmediato.

La charla con el cliente dejó de ser una cadena de mails con archivos pesados y silencios eternos. Se volvió algo más parecido a una conversación real: “¿Y si probamos con madera clara?” —clic— “¿Y si entra más luz por acá?” —clic— “¿Y si es más brutalista, más seco, más austero?” —clic, clic, clic. El render no se manda: se construye en vivo, casi como quien improvisa una melodía.

La inteligencia artificial no solo acorta tiempos: borra distancias. Ya no hay un renderista allá y un arquitecto acá. Ya no hay que traducir ideas ni justificar cada cambio. El proceso se vuelve directo. Ágil. Y sí, claro, eso también trae sus vértigos. Porque cuando todo se puede hacer en minutos, el límite ya no es el tiempo ni la tecnología: es la capacidad de decidir.

Y ahí, amigo, empieza otra historia.

El error de tomar el render por la obra

Imagen autoría Arq. Sergio Manes

 

Esto hay que repetirlo cada tanto, con la calma de quien explica por enésima vez que un plano no es un edificio. El render no es la obra. No es el final. No es la verdad. Es apenas una forma elegante —y a veces tramposa— de mostrar una posibilidad. Y no, no se le puede pedir que funcione como un espejo del futuro. Porque ni siquiera el futuro funciona como un espejo.

Pensar que el render es una fotografía fiel de lo que se va a construir es como enamorarse de alguien solo por cómo se ve en su foto de perfil de instagram y pretender que luzca de esa manera en la primera cita. El render es un gesto, una insinuación. No es el edificio. No es el anteproyecto cerrado. Ni es mucho menos el pliego ejecutivo con todos sus dobleces burocráticos.

Hay clientes, y hasta colegas, que no distinguen esa diferencia. Que ven un render y preguntan si “esto va a ser exactamente así”. Y ahí es cuando uno suspira. Porque no, no va a ser exactamente así. Y por suerte que no! Porque todo anteproyecto vive, muta, se ajusta, se contamina de realidad. El render, si se lo toma en serio, es una brújula, no un GPS. Acompaña. No encierra.

El cliente y el hechizo

El cliente —y esto conviene no olvidarlo nunca— no está buscando verdades. Está buscando certezas visuales. O mejor dicho: quiere emocionarse. Quiere ver una imagen y sentir que eso podría ser suyo, que ahí podría vivir, trabajar, invertir, posar el mate sobre la mesada. No le importa si la madera es lapacho o eucalipto, ni si el porcellanato tiene exactamente la textura que prometía el catálogo. Lo que le importa es lo que ve, y sobre todo, lo que siente cuando lo ve.

Un render no se evalúa por precisión técnica. Se evalúa por impacto emocional. ¿Lo enamoró o no lo enamoró? ¿Le habló al estómago, al deseo, al negocio? Porque eso es lo que hace que el cliente diga que sí. La imagen tiene que ser envolvente, sugerente, suficientemente concreta como para parecer posible, y suficientemente ambigua como para permitir que el cliente proyecte en ella lo que imagina de su futuro.

Y eso es un arte. Es seducción. No tiene nada que ver con mostrar todo como será, sino con mostrar lo justo para que el otro quiera más. Por eso el render es una promesa, no es un contrato. Es una insinuación que da ganas de avanzar, aunque todavía no se sepa bien cómo ni cuándo.

El renderista, rehén del perfeccionismo

Y mientras tanto, en ese rincón donde el mate ya está frío y la pantalla escupe los mismos fotones desde hace horas, está el renderista. Solo, rodeado de capas, luces, texturas, HDRIs y pedidos que no terminan nunca. Porque hay que cambiar la lámpara. Ahora la maceta. Ahora girá la cámara tres grados. Bajá el sol, ¿el cielorraso no está muy oscuro?. ¿Y si ponemos un gato? ¿Y si lo sacamos?

El render, que había nacido como imagen potente, empieza a mutar en otra cosa. Se vuelve un plano disfrazado, una obsesión con pretensiones de exactitud. Ya no seduce: cumple órdenes. Y cada nueva revisión es menos poética que la anterior. Una especie de loop de microdecisiones que no cambian nada esencial, pero que desgastan todo.

Esto no es culpa del renderista. Es el resultado de una cultura que se volvió adicta al control. Algunos arquitectos creen que todo debe estar ahí, en el render. Cada listón, cada bisagra. Como si de eso dependiera la seriedad o la “profesionalidad” del anteproyecto. Y lo curioso es que la mayoría de esas cosas ni siquiera llegan a existir de esa manera luego en la obra.

Y no es que el render tradicional vaya a morir. Va a morir… pero no del todo. Va a dejar de ser estándar y va a empezar a ser excepción. Algo de autor. Algo más artesanal. Un gusto. Un lujo para ricos… o para obsesivos compulsivos

Entonces uno se pregunta: ¿para qué tanto detalle? ¿Es inseguridad, capricho, ignorancia? A veces es falta de experiencia. A veces es puro miedo a que el cliente diga que no. Y a veces es simplemente que no saben decir “listo, ya está”. Como si dejar algo abierto fuera pecado. Como si confiar en la potencia de una imagen fuera ingenuo.

Lo que la IA sí puede hacer

Hay una especie de mitología alrededor de la inteligencia artificial, tejida con partes iguales de ignorancia y miedo. Se dice que no sirve para series, que es inconsistente, que cada imagen sale distinta como si fueran sueños sin lógica. Que no se puede hacer un recorrido. Que si cambias algo en una vista, lo perdés en la otra. Y como todo mito, tiene algo de cierto y mucho de exageración.

La verdad es que la IA —cuando se la sabe usar— puede generar una coherencia visual sorprendente. Puede mantener atmósferas, tipos de luz, estilos. Puede trabajar sobre una narrativa visual sin romperla. ¿Es perfecta? No. ¿Es útil? Muchísimo. Lo que pasa es que hay que aprender a hablarle. A leerla. A guiarla. No se trata de apretar un botón y esperar milagros. Se trata de diálogo. De ensayo y error. De saber cuándo insistir y cuándo volver a empezar.

Lo que más molesta no es lo que la IA no puede hacer. Es lo que ya puede hacer sin ayuda de nadie. Porque eso desacomoda. Rompe esquemas. Hace tambalear el negocio de algunos y la comodidad de otros. Pero si uno la mira sin prejuicio, como herramienta —ni oráculo ni amenaza— se descubre algo fascinante: la posibilidad de contar una idea de forma veloz, económica, y lo suficientemente bien como para que el otro entienda qué queremos decir.

Colegio de Arquitectos de Mendoza (CAMZA)

El render como umbral

El poder del render no está en su fidelidad milimétrica. Está en su capacidad para encender algo en la cabeza del que lo mira. Para provocar una pregunta, una imagen mental, un “¿y si…?”. El buen render no clausura nada: abre. Es un umbral, no una vitrina. Una puerta entreabierta a un mundo que todavía no existe, pero que ya quiere ser.

Con la inteligencia artificial, ese umbral se ensancha. No hace falta delegar, esperar, justificar. El arquitecto puede ensayar sus ideas con la misma libertad con la que garabatea en un cuaderno. Probar cosas sin miedo a molestar a nadie. Equivocarse rápido. Volver a empezar. Hacer diez versiones en una tarde y quedarse con la que lo hace vibrar. La IA no reemplaza la mirada, pero la acelera.

Eso, para quien diseña, es una bendición. Pero para quienes viven del render como producto terminado, como mercancía de alta factura, es un temblor. Porque ahora cualquiera —con sensibilidad y algo de oficio— puede generar imágenes decentes sin pasar por la oficina del renderista de siempre. Como pasó con la música, la fotografía, el video. Como pasa con todo.

Y no es que el render tradicional vaya a morir. Va a morir… pero no del todo. Va a dejar de ser estándar y va a empezar a ser excepción. Algo de autor. Algo más artesanal. Un gusto. Un lujo para ricos… o para obsesivos compulsivos

El render tradicional quedará como quedaron los discos de vinilo: no por necesidad, sino por gusto. Por artesanía. Por romanticismo. Por excentricidad. Por placer. Pero el que quiera proyectar en serio, rápido y sin rodeos, va a usar IA. Aunque no lo diga. Aunque le cueste admitirlo. Porque la velocidad también tiene poesía. Y el mundo no va a frenar su velocidad para que vos lo alcances…

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